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Roberto López. Voluntario

Imaginen que nos propusieran retroceder durante unos meses hasta la época que nuestros padres y abuelos relatan a menudo con tanta nostalgia. Época donde nuestras relaciones con los vecinos y familiares eran diferentes, nuestros niños y escuelas eran diferentes y, sobre todo, donde nuestras necesidades y problemas eran diferentes. ¿Aceptarían?

Todos, en algún momento, nos hemos remontado a esas casas de adobe “fresquitas” en verano, a las gallinas y ovejas por los caminos que las unen, a las largas jornadas en el campo, a los niños correteando en las eras con un neumático o un balón confeccionado de aquella manera, a la vida en comunidad alrededor de una sombra, de un mercadillo o de la fuente del pueblo.Hoy, es difícil imaginar esos días en los que no había electricidad, cuando la vara era la manera de educaren las escuelas y donde la religión seguía teniendo un significado especial y determinante. Eran “otros tiempos”.

Agbogbloshie. Uno de los barrios más desfavorecidos de Accra

Visitar algunos lugares de África en pleno siglo XXI recuerda mucho a esas historias, a esos, tan nuestros, pueblos castellanos. Y es que por mucho que parezca una expresión gastada, las personas y las gentes, aún a siete mil kilómetros de distancia, no somos tan diferentes.

Recuerdo con cariño el momento en el que presentaba mi carta de renuncia en el trabajo, cuando les contaba a mis familiares y amigos que me iba “de voluntariado”, cuando intercambiaba esos primeros correos con la organización… Recuerdo esos nervios al planificar el viaje.Durante los próximos tres meses iba a trasladar mi residencia a Ghana, un país africano de grandes contrastes. Allí se extienden barrios residenciales donde habitan indios y europeos en lujosas casas con grandes piscinas y sirvientes.Allí, la mitad de las personas viven con menos de euro y medio al día. Dos mundos distintos cercados por la misma frontera.

La ONG con la que colaboro, DreamAfricaCareFoundation, está dirigida por dos personas locales con una voluntad y trayectoria admirable y un grupo honesto a su alrededor.

En sus años de historia han conseguido dar cobijo a una gran cantidad de niños y niñas en un orfanato en la capital del país, Accra, y tratan continuamente de buscar familias de acogida para favorecerles un entorno estable a largo plazo. En una ciudad donde no poderse permitir alimentar y escolarizar a todos tus hijos es algo bastante habitual o donde ver vagar a esos mismos niños por las calles, jugando con basura en los barrios pesqueros no es algo puntual, el trabajo nunca acaba.

Son hoy veinticuatro de esos críos entre 2 y 13 años (Abigail, Ruth, Daniel, Godfred, Lydia, Diana, Success, Destiny, Prince, Peter, David, Priscilla, Agnes, Shadrack, Grace, Samuel, Charlotte, Adelaide, Junior, Magdalene, Zaddock, Amos, Merschack y Emmanuel) los que dependen de ese esfuerzo y de donaciones que reciben de personas anónimas, antiguos colaboradores y organizaciones afines: sus ropas, comidas, gastos escolares, el salario de las tres cuidadoras que velan por ellos día y noche y el alquiler de una casa de cuatro habitaciones (sí, cuatro habitaciones para 27 personas) supone un dinero al mes que intentan optimizar de la mejor manera posible.

Participan, además, en varios proyectos educativos en distintos colegios públicos y ciudades para evitar que los niños se queden rezagados en asignaturas como inglés o matemáticas, dando clases particulares a aquellos que tienen un poco más de dificultades o con grupos de refuerzo por las tardes en mesas y bancos de madera en un patio improvisado como escuela de tarde.

Grupo de voluntarios celebrando cumpleaños con los niños del orfanato

Pero todo ello sería impensable sin la ayuda y la figura de los voluntarios: personas de distintas edades, orígenes y provenientes de diversas partes del mundo que su único afán es aportar su granito de arena y dedicar un tiempo a actuar de forma diferente, a ayudar desinteresadamente. Son esos mismos voluntarios, al aportar además una mensualidad por su estancia, el combustible económico de estas organizaciones. Los mismos que se dan cuenta que han aprendido más que enseñado y que han recibido más que dado cuando se despiden entre lágrimas sin saber si volverán y reflexionan cabizbajos sentados ya en el avión de regreso.

Y es verdad eso que dicen cuando vuelven, que cuando estás allí el tiempo se detiene, que nadie tiene prisa, que la primera reacción que tenemos, los que tan mal acostumbrados estamos a los ritmos de plazos y entregas, del “lo quiero para ayer” es de rechazo: “Estoy perdiendo el tiempo”. Pero, como por arte de magia, poco a poco aprendes a verlo todo con otra perspectiva.

En una par de semanas, sin darte cuenta, sonríes a desconocidos por la calle. En otra más, ya te paras a saludar al tendero del puesto de piñas y mangos de la vuelta de la esquina, le preguntas por su familia. En un mes ya no te tropiezas y has aprendido a moverte en chanclas, en esas feas de playa, que visten a diario y te mimetizas con el resto de personas, escuchas sus canciones e intentas bailarlas, mitigas el picante de la comida y te levantas antes de las seis de la mañana sin alarma, cuando el sol levanta, sin que te cueste esfuerzo. Pero ¿qué te ha pasado?

Seamos sinceros: Te has enamorado.Te has enamorado de todos y cada uno de los niños de ese orfanato al que vas todos los días, de esos niños que te miran con admiración cuando les ayudas con las tablas de multiplicar porque te las sabes de memoria, de la inocencia con la que te cogen de la mano, con la que sonríen, de su alegría. Te has enamorado de la naturalidad con la que preguntan que por qué somos de colores diferentes, que por qué a nosotros se nos ven las venas de un color verdoso, que dónde está nuestro país y hablamos otro idioma. Ellos, que nunca han visto un mapa.

Y juegas, vuelves a esa época de construir torreones de arena y usar la imaginación, de dar patadas a un balón y porterías con dos piedras, de saltar a la comba con una cuerda gastada, a las canciones con palmas, a vendarte los ojos… a confiar. A confiar en que el resto, poco importa.

Y aprendes, te enseñan. Que lo primero que se hace cuando te sirven tu ración escasa de arroz blanco es ofrecer al resto. Y no saben todavía lo que es el compromiso. Que lo primero que se hace al entrar en una habitación es desear los buenos días mirando a los ojos, que dormir compartiendo un colchón en el suelo no importa porque tienes un cuaderno en el que está escrito tu nombre y puedes repetir la letra A entre dos líneas hasta terminar la página.

Y piensas. Piensas que las personas, los niños como esencia de ellas, somos bondad innata por naturaleza pero que en el camino nos extraviamos, que algo debemos estar haciendo mal si no hemos tenido ese niño y yo las mismas oportunidades, más aún si tenemos que ir allí para darnos cuenta.¿Aceptarían ahora retroceder hasta entonces?

Yo propongo retroceder y avanzar. Retroceder para traernos de vuelta los valores y la educación que nos enseñaron y avanzar,por supuesto hacia adelante, con la honestidad y solidaridad que ya hemos demostrado en otras y no pocas ocasiones.

Hay un refrán popular que expone:“Si alguien piensa que es demasiado pequeño para hacer la diferencia, es que nunca ha pasado una noche con un mosquito” y es por ello, me permito el lujo de instarte en estas líneas: ¡involúcrate! Sea cual sea el motivo y por pequeña que sea la acción, siempre que sea humano y sentido. ¡Sonríe!, ¡da los buenos días o echa una mano a cruzar la calle!, ¡cede tu paraguas!, ¡escucha a alguien que lo necesita!, no cuesta nada…¡ayuda a un niño con sus tareas!, ¡recoge alimento para el comedor social de tu localidad!,¡dona la ropa que ya no utilizas!, ¡sé voluntario en una asociación!, ¡cruza el mundo si hace falta y es lo que de verdad te hace feliz y crees necesario!, pero ¡hazlo!. Hay una gran diferencia entre pensar y acabar actuando, pero lo que es seguro es que al menos merece la pena intentarlo.

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